Cuando decidió dedicarse profesionalmente a la música, ya tenía cerca de treinta años. Y no daba el tipo de cantante de jazz, si existe tal cosa: tras una etapa en la cienciología, se convirtió en un cristiano discreto.
Había estudiado la obra de Lambert, Hendricks & Ross, juntos y por separado, vocalistas surgidos tras la eclosión del be-bop, que usaban imaginativamente el scat y el vocalese. Aunque amaba a Ella Fitzgerald y Anita O’Day, generacionalmente pertenecía a la oleada del soul. Simpatizaba igualmente con los instrumentistas electrificados, que estaban definiendo la nueva categoría del jazz fusion.
Ya habitual de los locales nocturnos de Los Ángeles, Warner Bros. se fijó en su talento y carisma en 1975. Su carrera despegó en 1980, cuando se emparejó con el productor y compositor Jay Graydon. Su voz cálida vino a definir la vertiente más jazzística del sonido de Los Ángeles, con grabaciones de alta gama, marcadas por el brillo de los sintetizadores. Era música que parecía pensada para ficciones cinematográficas y televisivas; de hecho, uno de sus grandes éxitos fue la sintonía de la serie Moonlightning (1985-1989), aquí conocida como Luz de luna.
Un cierto cansancio estético le llevó a probar rupturas sonoras bajo la dirección de Nile Rodgers, el hombre de Chic (L is for lover, 1986) o Narada Michael Walden (Heaven and earth, 1992). Ya bien entrados los noventa, se alejó de las grabaciones y trabajó con orquestas sinfónicas. También fue una presencia regular en el circuito europeo de los festivales de jazz, donde siempre tuvo mucho tirón, como atestiguan varios discos live.